DEL COCHINO HASTA EL GRUÑÍO
A Miguel Monzón, que a pesar del tiempo y la vida en sus cosas, aún lo siento amigo.
Jacinto suministraba cochinos al Corte Inglés. Sí, así como lo oyen. Jacinto es de Temisas y tiene o tenía, ya que desde tiempo ha le he perdido el rastro, una granja de cochinos. A modo de mejor entendimiento diré que si yo hubiera nacido en Celtiberia Show, entiéndase España, podría decir aquello de que nuestro hombre era propietario de unas porquerizas, o que poseía una considerable piara de cerdos. Pero como quiera que nací aquí en Cemento Warehouse, leáse Canarias (con perdón de A. Quesada), diré sencillamente que tenía unos chiqueros jediondos y fangosos y atiborrados de cochinos marranos y chillones a más no poder.
Pero hagamos algo de historia que nunca está de más, o si lo prefieren de intrahistoria que es como decir, la historia pequeñita que para el caso…
Cuando llegó o se instaló el Corte Inglés por los años que ni me acuerdo, ni falta que me hace, promovió una política económica de déjame entrar que ya te cogeré o de acercamiento a los ínsulos. Así pues, a los carpinteros le encargaban puertas, ventanas y algún que otro mueble. A los agricultores plátanos, tomates y papas. A los albañiles y empresas constructoras obras que siempre son amores y mamamos todos. Y al amigo Jacinto cochinos.
¿Pero cómo empezó toda esta rebambaramba? Rosendo, que así llamaremos a nuestro segundo protagonista, más por comodidad que por veracidad, y Jacinto se conocieron en el Dorado, oséase, en el Sur, trabajando de peones de albañilería. Pero como ocurría con demasiada frecuencia, más de las deseadas, cambiaron de obra y empresa y dejaron de verse durante algún tiempo. Aunque vivían relativamente cerca, Rosendo era y es, pongamos por caso de Agualatente, San Bartolomé, pero aún así ya se sabe, la distancia aunque sea corta siempre es el olvido. El caso fue que en una de esas tantas fiestas tirajaneras se reencontraron y mientras mojaban el pico en el ventorrillo “nunca es tarde si la dicha…”, y por aquello de que esto hay que celebrarlo como Dios manda, se contaron sus vidas laborales y sus cuitas de amores y desengaños y muchas más cosas, que bueno es el vino o el ron para soltar y aligerar las lenguas amén de otros órganos.
-Hombre, yo tengo unas tierrillas, unos animalillos…sobre todo cochinos. No es gran cosa pero vamos tirando.- Le contó Jacinto con ese deje de resignación tan propio de los isleños.
-Pues….a mí me salió un trabajito medio bueno en el Corte Inglés a través de un pariente de mi mujer que trabaja ahí y por lo que tengo entendido está muy apreciado.-amplió Rosendo.
-¿Y en qué consiste ese trabajo?
-¡Oh!, llevando por cuenta lo que entra y sale en un apartado o sección como dicen ellos, de alimento tal y cual.-concluyó Rosendo.
Y entre copa y copa se acabó mi vida, arrancaron por rancheras a la cuarta o quinta que es cuando empiezan y terminan todas las juergas canarias. Pero no, no se acabaron sus vidas, afortunadamente, pero si se prolongó la noche más allá de lo debido, terminando templaos como requintos y meándose por las esquinas como perrillos que marcaran el territorio. Pero no hay mal que por bien no venga, reza el dicho, ya que de aquella descomunal borrachera empezó Jacinto a introducir su preciada mercadería en ese ámbito comercial, en esa cuasi mítica institución.
Resumiendo, que aquí tenemos a nuestro hombre, con su destartalado cuatro latas, llevándole cochinos a la susodicha empresa. Todo fue viento en popa durante un tiempo considerable. Pero un buen día (siempre hay un buen y mal día en toda narración) el amigo Rosendo observó que a uno de los cochinos le faltaba el rabo. No dijo nada, desde siempre ha habido cochinos rabones y desrabonaos y fueron pasando los días y la merca fluyendo con meridiana normalidad. Hasta que en otra entrega, otro bicho sin una oreja. Tampoco dijo nada. Con tantos animales apretujados y conociendo a estos insurrectos no es de extrañar que en sus pendencias y marrullerías (no sé por qué aquí me viene a la cabeza álguienes que conozco), se mordieron unos a otros y a éste, probablemente, le tocara la peor parte y además, sea dicho y aunque resulte reiterativo, que desde siempre hay cochinos orejudos y murgos. Y continuó el tiempo por un lado y la rutina por otro, con sus propias leyes y reglas y haciendo de las suyas inevitablemente. Mientras faltaba ora un rabo ora una oreja. Hasta que un día Rosendo, presionado quizá por instancias superiores o mosqueado porque Jacinto a lo mejor estaba tomándole el pelo, decidió aclarar la situación:
-Jacinto, ¿tus cochinos son especiales, son de una variedad o raza que yo no conozca?
-Hombre, ¿por qué lo preguntas?
-No…, porque cuando no le falta el rabo a uno, le falta la oreja a otro y ya sin contar las asaduras.
-Rosendo, tú sabes porque eres del campo como yo, que en las matanzas siempre está el pizquito de ron y con un cachito de oreja o rabo bien chamuscadito el ron entra mejor y no digamos nada con un pedacito de asadura pasada por el sartén. Vamos, que es un enyesque del carajo.-trató de justificarse nuestro hombre, un tanto asorao.
-Te recuerdo que esta es una firma muy seria y que no se casa con nadie. A partir de ahora, por nuestros años de amistad y si quieres seguir merqueando con nosotros, procura traer los cochinos enteritos, porque también en el Corte Inglés saben que de este animal se aprovecha hasta el gruñío.
No sé si estas relaciones perduraron en el tiempo porque también yo les perdí rastro y pista a nuestros protagonistas. Lo que sí sabemos con certeza que mientras duraron los cochinos, estos llegaban enteritos, incluido el gruñío, a pesar de que iban rematadamente muertos.
Lelo
Tenteniguada, octubre 2017