NI UN PELO DE TONTO

Iglesia de San Juan
Algunas tardes-noches después de regresar del trabajo y de concluir algunas tareas y rituales domésticos de rigor, solía acercarme por Ca’Fidencita, única tienda y lugar de Tenteniguada que compraba y traía el periódico a diario, y a mí, desde que tengo memoria, escasa siempre, me atrajo echarle un vistazo y leerlo si así se terciaba, claro, ya que de alguna manera hice mío aquello que decía Damián Corujo: “la lectura no te hará más sabio, pero tampoco te hará más tolete, así que a leer mientras se pueda”.

Pero no solamente iba allí por el periódico, por mucho que me atrajera la letra impresa, sino porque además tanto ella como él, Miguelito Álvarez, su marido, eran la mar de amenos y agradables y eso tiraba lo suyo. Allí se congregaban la mayoría de los parroquianos o al menos los de la carretera abajo; San Juan, La Ladera, Las Casillas y algunos despistados, o no, de otros pagos que venían a echarse sus pisquitos de ron o de vino, según preferencias, contarse sus penas y alegrías y compartir alguna de éstas si se diera el caso y, cómo no, llevar las vidas ajenas y dar las suyas o nuestras a medias, que es a fin de cuentas lo que mejor se nos da al común de los mortales, por mucho que digamos lo contrario.
En definitiva, que allí íbamos porque nos gustaba ir básicamente y porque, además, era el lugar de encuentro del personal, motivo más que suficiente para aterrizar por aquellas inmediaciones. Pero hablemos un poco de Fidencita y Miguelito, “a los que Dios tenga en su buen lugar y descanso”, para mejor situarnos y para que esto tenga algo de pies y cabeza y yo pueda emborronar cuartillas, que es al fin y a la par el oficio del escribidor.
Fidencita era una mujer muy devota, de misas dominicales y fiestas de guardar, pero aún así era bastante abierta en su manera de entender la vida y sus cosas. Era mucho de leer y muy curiosa, y en consecuencia, teniendo en cuenta época, medios y contexto, bastante culta. Quería mucho a Valsequillo, sobre todo a Tenteniguada, entendámonos, y en sus vehementes e interminables discusiones con su marido y mayores carcas y no tanto, tomaba por regla general el partido de los jóvenes y eso, como era de esperar, ponía nuestra moral por las nubes.
Claro que la juventud, o muchos de nosotros de aquel momento, no es que fuéramos cosa del otro mundo, no, nada de eso, pero nos lo currábamos, ya que siempre estábamos metidos en algo o armando bulla sin parar. Cuando no el Tele-club, era la plaza, cuando no organizando una fiesta, eran rifas y verbenas…vamos, que no parábamos y esto ella lo valoraba y agradecía sobremanera, porque ¿quién no recuerda sus cervecitas, sus refrescos, fuera de Clipper o Mirinda, pero más que nada sus ensaladas de coles cargaditas de sardinas en aceite, que hacía las delicias de la peña y que nos traía allá cerca del mediodía, cuando el jilorio empezaba a apretar y las resacas a pasar factura y hacer de las suyas, para darnos ánimos y, como no, para decirnos palante chiquillos, que al menos yo estoy con ustedes? ¡Cómo no recordarlo!
Sin embargo, el viejo era otra cosa. Cascarrabias irredento, no tan leído como su mujer y por lo tanto más asilvestrado. Cerrado y duro de mollera, renegado a más no poder. No creía en casi nada de este mundo y menos del otro y le daba igual que se terminara la plaza, como si se venía abajo el risco de la Majá o el puente Zurita, que él permanecería imperturbable e inamovible, pero a pesar de todo tenía un par de cosas buenas: era muy trabajador, generoso y le permitía a su mujer que hiciera lo que le viniera en gana (supongo que dentro de un orden) y esto lo redimía y lo volvía más agradable y llevadero, aunque, evidentemente, no evitara que los rifirrafes o encontronazos entre ellos y nosotros no fueran frecuentes y enardecidos, tirando a calentitos. Hasta tal punto que algunas noches la tienda parecía más el Foro Romano en tiempos de Nerón o el Parlamento Británico y Americano en versión Boris Johnson versus Trump, por no mentar el gallinero español de los últimos tiempos, de tanta pasión desmedida y fogosidad oratoria y dialéctica mal empleada.
Si añadimos que Franco estaba por morirse y nosotros (no todos) porque se muriera y que los vientos de cambio soplaban con fuerza de ciclón por todos los rincones del país…ya ustedes me dirán cuando me vean. Vamos, que entre una cosa y la otra, la pollería disfrutábamos de lo lindo de ellos dos y agregados, sin importarnos mucho, o mejor dicho, deseando que el ínclito que nació en el Ferrol la palmara de una vez por todas, para que continuara el folclore y la parrandola democrática.
Llegados hasta aquí, y no sin cierto tute, posible y paciente lector, daremos un pequeño salto o brinco en la narración para hablar de otro protagonista no menos importante, que por esas casualidades de la vida también se llamaba Miguel, pero Monzón de apellido, y era el hermano soltero de Fidencita, al que cuidó o cuidaron hasta su fallecimiento, allá por los noventa, si mal no recuerdo.

Este hombre aparecía por allí anocheciendo a pernoctar, o sea, a cenar y dormir, supongo, porque siempre llegaba a la misma hora y a diario. Tenía casa propia heredada de sus padres en uno de los callejones del Chorro. Y aunque toda la vida demostró ser buena persona y la mayoría de las veces bastante afable, nosotros los críos y no tan críos, le teníamos respeto, si no miedo, ya que se decían de él ciertas cosas que ponía a nuestra imaginación calenturienta a especular y a inventar trapisondas a toda leche. Pero ya volveremos a esto más adelante, por lo pronto, a lo que íbamos.
Anocheciendo, como dijimos más atrás, entraba por la tienda, paso inevitable, hacia el interior de la vivienda sigilosamente, como sombra o un rastro, arrastrando las piernas como si su cuerpo le pesara o doliera demasiado. Y pudiera ser, porque era un hombre grande y doblado y de cierta edad. Habitualmente traía una lecherilla en la mano, sospechamos que contenía leche, ya que tenía algunas cabrillas por los alrededores de su casa y que dicha leche sería para la cena y desayuno o para que su hermana hiciera algún que otro quesillo para el conduto.
Apenas saludaba y cuando lo hacía era con un breve y seco “buenas” y ya no hablemos de entablar o seguir una conversación propiamente dicha. Aunque a veces se sentaba un rato como para tomar resuello en algún banco o taburete de la tienda. Siempre o las más de las veces permanecía silencios y distante, que tenías la impresión de estar ante una estatua de piedra o bronce.
Conmigo hizo algunas excepciones, sobre todo cuando me veía por la calle o incluso en la misma tienda cuando no había mucha concurrencia, pero invariablemente siempre era el mismo saludo, “hola Melo”. Así me llamó toda su vida, confundiendo un poco mi nombre, pero muy correctamente. Las otras veces que se explayaba algo más era cuando por junio íbamos por su casa a llevar el programa y pedir para las fiestas de San Juan.
-Hola Melo y acompañante, ¿cómo andan? – nos decía o preguntaba.
-Bien, Miguelito- le contestábamos nosotros con cierto recelo y desconfianza, mientras él se dirigía al interior de la casa a buscar algo de dinero para las Sanjuaneras.
Nos despedíamos a todo meter con un precipitado “gracias y adiós, Miguelito”. En tanto él, en un casi susurro nos despedía con un “que ajunten mucho, muchachos”.
Y toda esta parranda nuestra era porque se decía que hubiera estado ingresado una temporada en el Sabinal o la Quinta de Reposo, y su sola mención ponía los pelos de punta al más pintado. Y en aquel Valsequillo pacato y paleto era estigma o San Benito más que suficiente para que todo el mundo te diera la espalda y te aislaran como si de un apestado o endemoniado se tratara, incluyendo yo, ya que muchas veces por la cercanía de nuestras casas (apenas doscientos o trescientos metros en línea recta), y sobre todo cuando doblaban o repicaban las campanas, se soliviantaba y arrebataba completamente tirándose manos a la cabeza y apretándose los oídos y sienes con un fuerza asombrosa, mientras prorrumpía en gritos y berridos ensordecedores, como si lo estuvieran torturando sin compasión ni clemencia.
Yo era bastante joven por entonces y no entendía muy bien de actitudes o comportamientos humanos (y a día de hoy sigo sin entenderlos), pero aquello me asustaba y me desconcertaba a partes iguales. Les preguntaba a mis padres y mayores de mi entorno y me decían, no muy convencidos, por cierto, que alguna vez el cura o los curas le hicieron daño, o que creían fueron los culpables de que lo encerraran en el Sabinal y desde entonces se pone así de alterado cuando escucha el tañir de las campanas. Pero afortunadamente se le pasa tan pronto como dejan de sonar estas. Tú de todas formas ten cuidado y no te acerques mucho a él, por si las moscas, concluían mis padres.
Otas personas, tal vez menos compasivas o más dadas al enredo y al misterio, afirmaban que su trastorno se debía a que conoció a una mujer que no era del agrado de sus familiares y para que la olvidara y repudiara le dieron a beber un extraño brebaje, o le metieron un paquete, que también se decía así, ya que por aquellos tiempos eran frecuentes estas soluciones o prácticas un tanto siniestras y deleznables y que se utilizaban tanto para que se aborreciera a alguien que no fuera de nuestra cuerda, o como para atraparlo si lo era. Verdadero o falso, ésto, lógicamente, aumentó más en mí el temor, el misterio y la curiosidad.
Y a lo tonto, a lo tonto, sin apenas darme cuenta fui acostumbrándome a él. A sus saludo breves y escuetos, a sus idas y venidas de su casa a la tienda y quehaceres, a sus salidas de tiesto o de tono por las dichosas campanas. En tanto el tiempo y la vida seguía su marcha inexorable a ninguna parte. Y Franco se moría, ¿para siempre? Mientras en la tienda-parlamento continuaban los debates y discusiones. Que si democracia sí, que si democracia no. Que si los jóvenes pa’rriba, que si los jóvenes pa’bajo. Y, en tanto, la palangana o lebrillo de Fidencita pasaba de mano en mano, como si de la “Zarzamora” se tratara, con sus sabrosas e inconfundibles ensaladas de coles cerradas.
Finalmente, la plaza se terminó junto al encalado o enfoscado, que se dice ahora, del Tele-club. Y llegaron las tan esperadas y cacaraqueadas primeras Elecciones Generales y fuimos a votar junto con otras familias, amigos y vecinos de Tenteniguada. Y allí estaba nuestro hombre saliendo de la cabina electoral con su característico andar lento y parsimonioso y sus papeletas en la mano. Se arrimó a un lado del salón, un tanto alejado de las gentes y me hizo un gesto como para que me acercara. Miguelito tiene problemas con la mecánica electoral, pensé (yo era apoderado). Cuando llegué hasta donde él, abrió el sobre y me dijo:
-Mira Melo, para que veas que yo voto por los tuyos.
Y allí en el papelito blanco estaban las siglas y emblema del P.C.E, o lo que es lo mismo, del Partido Comunista de España. Me quedé desconcertado, ¿cómo sabía este hombre de Dios de mis inclinaciones o afinidades políticas? Si durante nuestras vidas no llegamos a hablar más de veinte o treinta palabras y que yo recuerde ninguna sobre este tema.
Probablemente, aunque el pobrecillo vivió atormentado por sus fantasmas, demonios y demás obsesiones, no tenía ni un pelo de tonto.
Lelo
Tenteniguada, abril de 2023.