LA ORLA DE NAMIBIA

Con el pretexto y la obligación de estar presente en la orla de mi hija Namibia nos acercamos el otro día, que fue en Julio del 22, al Reino Unido para acompañarla en ese momento, que para ella y nosotros, era importante.
Terminaba el curso de matrona y queríamos estar juntos toda la familia para celebrarlo y arroparla todo lo posible.
Mi hija va para cuatro años en ese país y ya era hora que supiéramos cómo y dónde vivía, pero como casi siempre ocurre en estos casos, que si hoy, que mañana, que si más adelante, se fue aplazando. Unas veces porque los dineros no llegaban. Otras, porque no nos poníamos de acuerdo en tiempo y fecha y la última la más importante y triste de todas, el fallecimiento repentino de mi hermana Estrella que dejó a toda la familia descolocada y como fuera de juego y lugar.

Ella tenía tecla con su sobrina, mi hija, y quería acompañarnos para darle una sorpresa a la chiquilla. Pero no pudo ser. La vida en su grosera impertinencia y crueldad desbarató todas sus expectativas. La vida tenía otros planes para la pobrecilla. El caso fue que nos desanimamos y lo fuimos aplazando todo lo que pudimos, junto con algunos otros proyectos, en tanto fuéramos encajando y recuperándonos de ese zarpazo cruel que supone la muerte de un ser tan cercano y querido como es un hermano, hermana en este caso. Hasta que llegó el momento de la orla y ya no pudimos ni quisimos aplazarlo más. En fin, que a la Gran Bretaña nos fuimos unos días y disfrutamos de lo lindo, como si fuéramos críos la mañana de reyes, a pesar de todo.
Mi hija vive y trabaja en las afueras de Londres, en un pueblo o barrio (que no tengo muy claro) llamado Hendon, compartiendo habitáculo con dos chicos más. Una es chicharrera de padre indio y madre canaria y la otra filipina por los cuatro costados. Debido a la carestía de los alquileres se ha impuesto este sistema de pisos compartidos, es un medio coñazo, pero se ahorra dinero, se socializa más y como es proporcional y no queda otro remedio, pues… a aguantarse. Hendon no es muy grande, pero sí bastante agradable, especialmente su barrio judío llamado Golders Green que uno tiene la impresión recorriéndolo, que es de clase adinerada, por la vestimenta de las gentes, sus tiendas bien surtidas y ordenadas, por el cuidado de sus calles, casas y jardines. Vamos, que parece un sitio típicamente pijo y relativamente tranquilo. Pero a pesar de todo, lo que más atrajo mi atención fue la proliferación de sus impresionantes árboles, azoteas y tejados y también la cantidad de zorros merodeando por contenedores, parques y jardines, en casi convivencia con los humanoides, debe ser pensé, que la caza de dicho animal ya no le hace tilín a las tediosas élites inglesas. Pero dejemos flora y fauna de momento y centrémonos en lo que nos ocupa.
Namibia, desde muy pequeña sintió una gran atracción por las lenguas, ya fueran vernáculas o extranjeras, pero tenía especial debilidad por la de Guillermo Shakespeare, hasta tal punto que con seis o siete años ya chapurreaba algo de este idioma universal. Claro que aquí, jugó un papel importante Carmen Atta, anglófona ella, a más no poder, como todos sabemos, que estimuló esa predisposición o tendencia casi innata en la chiquilla con sus clases y zarandeos de excursiones por la “Pérfida Albión” que dirían ¿griegos o romanos? que a ver quién se acuerda de este asunto a estas alturas. A decir verdad, también tuvo algo que ver su abuelo Miguel… o sea, mi padre, ya que cada dos por tres le calentaba los cascos contándole sus cuitas y peripecias, de cuando él plantaba tomates en Maspalomas con los ingleses y en concreto, con un tal Leonard Hamilton Pilcher (estarán de acuerdo conmigo que es un hombre o era, con una musicalidad y una pegajosidad fuera de lo común, que a nosotros los críos nos gustaba repetir en voz alta y hasta la saciedad cuando nos daba el punto, para tormento y cabreo de los mayores). Para entendernos, se trataba ni más ni menos que de míster Pilcher. Y, por si fuera poco, el viejo le contaba historias que él mismo se inventaba de aquellas remotas Islas Atlánticas, que, a decir verdad, ni él ni nadie de su entorno sabían exactamente dónde se encontraban, pero había que mantener a la nietilla en vilo y contenta, pero sobre todo cerca, por aquello de alcánceme esto, lo otro y lo de más allá, porque otra cosa no, pero comodón sí que era el pobre. En resumen, que por esos andurriales anda la muchacha ganándose la chucha que es a fin de cuentas de lo que se trata y se siente feliz porque su contrato de trabajo no es malo del todo y, además, le gusta lo que hace. Claro que estimula que tiene un jembro por esas latitudes de Dios, y eso, digan lo que digan, y dure el tiempo que dure, ayuda lo suyo.

Para ir desenredando y ovillando la madeja y no aburrirles más de lo necesario, les diré que seis días no dan para mucho, pero algo es algo y menos es nada.
El primer día, como era previsible, se nos fue en la Orla propiamente dicha. El acto o protocolo se lo pueden imaginar. Una carpa enorme en un no menos enorme patio de la Universidad totalmente abarrotado de humanos de todos los colores, raza y condición, que aquello parecía más una asamblea de las Naciones Unidas que un acto convencional de cualquier universidad europea que tengamos en mente. Ciento y pico estudiantes mayoritariamente mujeres, cada cual con su presentación y agradecimientos a profesores, rectorado y demás yerbas. Sumásele diez o quince profesores con sus inevitables e interminables discursos en su retahíla inglesa y ya me dirán. Vamos, que aquello terminó pasadas las cuatro de la tarde, sin incluir saludos, postureo y fotografías hasta el infinito. Para que se hagan una idea, terminamos de almorzar ya anocheciendo. Pero como solemos decir, “ya puestos, qué más da”. A la mañana siguiente, del segundo día creo, lo digo así porque no llevé un orden cronológico muy estricto de que hoy fuimos allí y mañana allá), nos fuimos a trastear por Londres.
Allí nos pusimos a localizar las paradas de guaguas descapotables y sin querer, o queriendo, nos vimos regateando con el pobre marroquí que se ganaba la vida buscando clientes para dichas guaguas o empresas. Nos pusimos de acuerdo finalmente y a recorrer su capital, o al menos sus calles y lugares más emblemáticos. Lo típico. El puente del Reloj, el Westminster, la Noria, el Parlamento, la Basílica de San Pablo, que es una réplica de la de Roma, los alrededores del Támesis, etc., etc. Y allá que nos cansamos o se acabó el tiempo contratado, todo el mundo al suelo carajo, a patear. Por el Palacio de Buckingham. Pero sobre todo por Candem, barrio de hippies, de artistas y bohemios, o como decía Pancho Guerra en boca de Pepe Monagas: “bohemios no, más bien anemios de tan flacos y esmirriados”. Es un lugar nada feo y bastante original si no fuera por las descomunales borracheras que trinca la peña por bares, pubs, o como se llamen dichos antros de perdición, de la zona.
El día en Londres los concluimos con una visita al Mirador de Primrose Hill, que aunque está a las afueras de la susodicha capital, nos cogía de paso. Y para el hotel, a descansar y hasta el siguiente día que emprendimos rumbo a Wembley a visitar su espectacular templo Hindú, patear sus calles, visitar sus tiendas repletas de abalorios y chucherías diversas; respirar sus perfumes y sahumerios y oler sus infinitas especias hasta decir basta. Aquí tienes la impresión de no estar en Inglaterra, sino en algún sitio de la India de tanta población de este país, que llegas a pensar que cómo aguantan los ingleses esta presión humana, siendo como son tan clasistas y racistas. ¿Contradicción o necesidad? ¿O estaremos equivocados nosotros y los granbretaños son más tolerantes de lo que aparentan o de lo que nosotros creemos?
Me queda la duda. Lo que sí es cierto y fue lo que más me maravilló, que aquello era y es un auténtico crisol de razas, naciones y culturas y que, gracias a Dios, no tiene nada que ver con Estados Unidos, que cada momento se asesina a un negro por el simple hecho de serlo.
Y llegamos al último día de visita, de paseos y casi de estancia. Regresaríamos al día siguiente a Canarias. En este punto, paciente lector, se hace inevitable referir el pequeño percance o incidencia que no pasó más allá de una simple anécdota del viaje. Y que la que señorita Namibia, tan despistada como el que esto escribe y acostumbrada a aprovechar las mejores y más económicas ofertas de vuelo, se ha recorrido todos los aeropuertos del Reino, o al menos los más cercanos a su lugar de residencia y se confundió. Sucedió que se equivocó de aeropuerto y ya no teníamos más tiempo para llegar al otro y tomar el avión que nos correspondía para Gran Canaria y nos vimos obligados a comprar nuevos billetes, pero con destino Fuerteventura.
Fue una pequeña odisea, pero no hay viaje sin aventura, ni mal que por bien no venga. Y nos reímos de la equivocación porque gracias a ella pudimos apreciar y contemplar otra panorámica o visión de Fuerteventura, entrando por Lanzarote, que fue y es de película.
Y sin más dilación o preámbulo nos vamos a visitar a San Albano, que para mí fue la joya de la corona y nunca mejor dicho, ya que a fin de cuentas hablamos de un país monárquico. Está como a cuarenta o cincuenta minutos en tren hacia el norte desde donde vive nuestra anfitriona. Aquí hay una hermosa Catedral que lleva el mismo nombre del pueblo y, al parecer, es la primera dedicada al culto católico o cristiano de toda Gran Bretaña, o al menos eso dice uno de los folletos que ¿nos dieron o mangamos?, a la entrada del templo.
Hay además un considerable lago y restos de una muralla romana de cuando estos insurrectos andaban por aquí y unos árboles espectaculares, grandes y frondosos bordeándolo todo. En conjunto, es una maravilla de pueblo y paraje que recomiendo a todos aquellos que le den por acercarse por Inglaterra, Reino Unido, Gran Bretaña, Islas Británicas, Albión o como prefieran llamarle. Yo por lo pronto la llamaré el lugar de los sueños de mi hija Namibia. Ojalá que se cumplan en su mayoría.
Tenteniguada, febrero de 2023