Y ENTRÓ EL FRESCO, OSEASE, DOS

Calle de La Isleta

Tan pronto como Pimpina terminó magisterio la destinaron a La Isleta, y allá, junto a su compañero Octavio, se encaminaron a dar clases, ella, como es de suponer, y a trabajar de administrativo en una empresa de reparaciones navales, él.

Y allí pasaron varios cursos con sus respectivos años que, en sus propias palabras, fueron los más felices y moviditos de sus vidas, al menos hasta la fecha, ya que, como en la canción de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, había juventud, ganas de vivir, poco en los bolsillos y unas ansias locas, añado yo, de cambiar el mundo antes de que este nos cambiara a nosotros como uso y costumbre.

En resumidas cuentas, que allá llegaron con lo puesto, si exceptuamos una mochila repleta de sueños, anhelos, ilusiones y fantasía a punta pala. Y el marco o escenario era ideal. Porque cuando no era una huelga de portuarios lo era de guagüeros. Cuando no un encierro de maestros lo era de estudiantes. Cuando no una concentración o manifestación vecinal reivindicando esto, lo otro o lo de más allá, era ni se sabe….que por pedir que no quedara.

Vamos, que apenas si quedaba tiempo para rascarse el ombligo y mucho menos para ensoñaciones o vida contemplativa. Pero hagamos un paréntesis y hablemos del barrio propiamente dicho, aunque solo sea para emborronar cuartillas y alargar el texto como hace todo el mundo, carajo.

La Isleta, como todos sabemos, fue creciendo en tanto menguaba Lanzarote, Fuerteventura y algunos pagos de la propia Gran Canaria, debido principalmente a las fuertes hambrunas, consecuencia inevitable a las cíclicas y pertinaces sequías, que no daban tregua ni por Dios ni por su santo, y en parte también a la crisis de la sal  y de la cal (caso de las islas orientales),  y como para remachar más la tacha o el clavo, añádesele la presión o control férreo de políticos y caciques (que a ver quién era el guapo que distinguía dónde empezaban unos y terminaban los otros por ser tan parecidos), y obtendremos el cóctel perfecto. Por lo que muchos compatriotas e ínsulos nuestros tuvieron que emigrar e inmigrar, que se decía antes.

O sea, abandonar casas, tierras, hacienda no digo porque nuestro minúsculo territorio no da para tanto, ganado (quien lo tuviera). Pero con todo, lo más desgarrador era abandonar los afectos, familias, amores, amigos, vecinos. ¿No les recuerda esto a alguna situación reciente? ¿O habremos perdido memoria, vergüenza y humanidad?, ¡Quién quita!

Como es de suponer también, La Isleta fue creciendo como otros tantos lugares de nuestra geografía, de a golpito, de a ratos libres, de fin de semana, con juntas familiares, de amigos y de vecinos bien allegados conscientes de que hoy por ti y mañana por mí. Y quizás por ello se fueron creando unos vínculos de ayuda y confianza mutua, de camaradería y solidaridad que, exagerando un poco, podríamos decir que ha llegado hasta nuestros días. Hasta el punto que para las gentes de mi generación mencionar dicho lugar es como tocar una fibra (no óptica) especialmente sensible de nuestro ser más profundo, de nuestro ser canarión.

En cualquier caso, es como rememorar un tiempo querido, hermoso, de lucha y esperanza en un mundo mejor, más justo y transitable, donde todos tuviéramos nuestro espacio, con independencia de nuestro color o condición…

Pero sigamos estrujándonos nuestra mollera, habida cuenta que ésta no sirve para otra cosa. No recuerdo quien me contó esta metáfora o comparación, si Bartolo o José Luis Bolaños, que decían muy acertadamente, que La Isleta de entonces y de ambos era como una gran familia en una enorme casa, donde nunca se cerraban las puertas porque nadie sabía quién quedaba por fuera, ni a la hora que regresarían, y ante la duda mejor dejarlo todo abierto. Y debía ser cierto porque las veces que yo la transité, y al cielo pongo por testigo que fueron unas cuantas, aquello era un hervidero de rusos, chinos, coreanos, nórdicos…vamos, que siempre había una extensa representación de la fauna humana deambulando por la zona.

En fin, y a lo que íbamos. Era costumbre, porque todo no iba a ser lucha y fregado, que por las tardes-noches, especialmente en primavera y verano, después de concluidas tareas y obligaciones cotidianas, las gentes del barrio se congregara en la Plaza del Pilar o en cualquier otro descampado a charlar unos y unas, a jugar a la baraja y al dominó otros y a matar el tiempo todos.

Y éste fue el caso de Manolo Estupiñán y de nuestros casi olvidados protagonistas, Pimpina y Octavio, que también tenían por costumbre aterrizar por donde la concurrencia de vez en cuando, en busca de bulla y embullo, que no solo de lucha y tensiones vive el hombre. Aquella tarde, y prosigo, al pasar frente a la casa de Manolito (ellos vivían tres calles más hacia el sur), cayeron en la cuenta que ventanas y puertas estaban de par en par, pero no le dieron mayor importancia, porque tampoco era infrecuente, no obstante decidieron comentárselo al mentado, por si las moscas.

-Manolito, se dejaron la casa abierta -le dijeron, como incluyendo en esta casi afirmación a la mujer y a su hija (la única).

-Sí. No se preocupen. La dejé así para que entrara el fresco. Mi mujer y mi hija fueron a la tienda y volverán pronto y ya la cerrarán –Y continuó con su partida y sus tejes-manejes.

Hasta que como ocurre casi siempre, el tiempo se evapora y pasa con la levedad que lo caracteriza, sin apenas darnos cuenta. Y llegó la hora de regresar a la casa. Pero tan pronto como pisó el quicial llamó a su mujer, luego a su hija; nada. Nadie respondió.

-No habrán llegado de la tienda, o encontrarían un buen corte (gente con quien conversar) –pensó.

Un picart de la época

Cruzó el zaguán y se adentró en la salita donde tenía el televisor con la idea de ver el telediario, mientras esperaba a la familia. Pero, ¡oh, sorpresa!, el aparato no estaba. Ni el picart, ni el estuche de plástico con los discos de vinilo, gentileza de la empresa de refrescos Mirinda, en su mayoría, tampoco estaban.

-Esto no está claro. Aquí algún amigo de lo ajeno estuvo revolviendo y arrancó con lo que le pareció. ¡Será fresco el muy cabrón!  -fue todo lo que se le ocurrió decir.

Algunos días más tarde se enteró por un policía nacional, vecino del barrio, que, efectivamente, días atrás trincaron a unos fresquillos o choricillos de poca monta que hubieran reconocido haber entrado en la casa y llevarse los objetos mencionados. Y que cuando le viniera bien podía acercarse a comisaría a retirarlos.

-Bueno, estas cosas ocurren –dijo en voz alta y con cierto deje de resignación y melancolía.

No creemos que a partir de entonces se empezaran a atrancar todas las puertas y ventanas del lugar, pero desafortunadamente sí que supuso un antes y un después en las costumbres y confianza de los isleteros.

De cualquier manera, y a modo de conclusión, recomendación: cuidado con ventilar demasiado las viviendas, independientemente que estemos o no en La Isleta o en plenas canículas veraniegas, ya que frescos nunca faltan.

Agradecimiento a Pimpina y Gustavo que me lo contaron.

Tenteniguada, mayo de 2022

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