DE PASTOREO POR EL SÁHARA

sahara1Llevaba varios días con aquellas gentes con una confianza y tranquilidad absoluta. Pero a la tercera o cuarta noche algo se torció, algo no encajaba, empecé a sentirme inquieto, inseguro. Me despertó un ruido, como si alguien hubiera tropezado con algo, un chacal revolviendo en los cacharros-pensé- pero a continuación escuché susurros, como ronroneos de gatos adormilados. Sobresaltado me quedé sentado en la cama intentando desperezarme y situarme para ver qué estaba pasando. Ya estos árabes están poniéndose de acuerdo para en el mejor de los casos robarnos, (me acompañaba Ana, mi mujer) y abandonarnos a la buena de Dios en medio de esta tierra de nadie. Y en el peor de los supuestos pasarnos por sus enormes gumías, como a corderos o baifos para el Ramadán o Navidades, con en las películas, vamos. Miré a mi alrededor y en las esteras y azaleas que hacían de jergón, no había nadie, ni siquiera Fadwa estaba, salvo Ana que dormía a mi lado y a pierna suelta como de costumbre. ¡Ni un triste guirre!

 

Salí al exterior. La noche era fría y una luna grande y redonda lo inundaba todo. Claro que la situación no propiciaba la ensoñación romántica o poética, pero aun así era difícil sustraerse a tanta belleza.

El itinerario en Marrakech-Ouarzazate y desde aquí, a cierta distancia, Mhamid, una de las muchas puertas o portalones del desierto para pasar unos días con una familia de pastores nómadas que iban con un hatillo de cabras, ovejas y algunos camellos, como único y posible medio de transporte, recorriendo arenales, oasis, torrenteras secas o wadis en busca de pastos frescos para dichos animales. Bueno, lo de pastos es una manera de hablar, porque aquello no era más que balangos, panascos y cerrillos desperdigados aquí y allá. sahara2

           Esta idea, aunque me rondaba por la cabeza desde hacía mucho tiempo, de visitar el Sáhara o parte del mismo salió de Fadwa, una buena y bella en todos los aspectos, amiga marroquí de Zagora concretamente, que hacía prácticas de enfermería aquí en el Insular y que tenía y tiene esta familia bereber (ella también lo es, por supuesto) en la transhumancia y recorría estos inhóspitos y mágicos parajes marroquíes desde tiempos inmemoriales. Y como quiera que esta vez coincidían sus vacaciones con las nuestras y ella tenía ganas de pasarlo con esta parte de su familia paterna, creo. ¿No sería esto su retiro del mundanal ruido, su Arcadia particular? A saber. Así pues, nos dijo que si nos animábamos ella haría de anfitriona y esto lógicamente nos facilitaría las cosas y tal y cual… Que si sí, que si no y después de sopesar prejuicios culturales y fobias y filias de reciente creación, héteme aquí, en esta maravilla de país, con estas gentes no menos maravillosas (claro que esto lo descubrí mucho tiempo más tarde).

Pero, si no he perdido el hilo, estaba fuera, en la noche, confuso y un tanto asustado, tratando de hallar una explicación para semejante desbandada y preguntándome al mismo tiempo qué diablos tramaban estos hijos de la tiznada. Caminé un rato, no más de seis o siete minutos y en la dirección que me pareció procedían unos murmullos. Me paré en seco, no quería ser descubierto por si las moscas, y ante mí y en una pequeña hondonada protegida por varias dunas estaban todos mis compañeros, incluida Fadwa, postrados de rodillas, adorando a sus dioses y profetas, bajo aquella esplendorosa y mágica luna africana. Con el mismo sigilo que llegué me volví al amparo y abrigo de la jaima. Suspiré hondo, extrañado pero más tranquilo. Al menos por esta noche hemos salvado el cuello, me consolé. Me tumbé nuevamente en las esteras. Fingí dormir en tanto iban llegando poco a poco y silenciosamente, mis desconcertantes compañeros. No dormí gran cosa el resto de la noche, el desasosiego y la incertidumbre me mantenía despierto o en el sopor de la duermevela. Y a las cinco aproximadamente, comenzó el trasteo con la normalidad y rutina de cada día. Desayunan, ordenan calderos y cacharros, recogen y ovillan la lana de la jaima, colocan hangarillas a los camellos… Y arrancan la penca para aprovechar la frescura de la mañana y encaminarnos hacia el interior, donde al parecer (se confirmaría al día siguiente) había mejores forrajes y más agua para el rebaño y personas, claro está.

Mientras renqueábamos a lomos de camellos unos, y a pie otros, por aquel inhóspito pedregal, yo iba dándole vueltas a la tuerca, ¿Por qué estas gentes se levantan a horas tan intempestivas a rezar, si tienen todo el dichoso día para hacerlo? ¿Si además tienen mezquitas y minaretes con almuecines que se lo están recordando cada cuatro horas por todos los rincones de Marruecos? Claro que al interior del desierto no llegaban estas melancólicas y sahara3casi hermosas llamadas a la oración, pero ya tendrían ellos el tranquillo cogido, suponía. Así andaba yo, erre que erre, hasta que como siempre pudo más la curiosidad que la discreción o prudencia y decidí recurrir a nuestra amiga y anfitriona.

-Fadwa, discúlpame. Pero no entiendo por qué ustedes se levantan a media noche para cumplir con las oraciones y rituales. Si el Islam no les obliga expresamente a ello.

-Lo hacemos así porque ustedes son nuestros huéspedes y probablemente de otros credos o religiones y nos parece desconsiderado hacerles partícipe involuntarios de nuestros ritos y creencias.

Ana y yo nos miramos en silencio, diciéndonos sin palabras que no lo entendíamos mucho, pero que este gesto o detalle nos parecía de una elegancia y delicadeza digna de una civilización, de una cultura sabia y exquisita, o al menos diferente a la nuestra.

Las restantes noches dormimos mejor, más confiados, más tranquilos. Hasta que terminó el viaje ¿o el sueño?

TENTENIGUADA, AGOSTO DE 2016

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