AQUELLA ÚLTIMA TARDE

Cuando volví en sí, tal vez por el recurrente garraspeo que utilizamos a menudo para hacernos notar, o por el ruido de la silla de las visitas que arrastramos a propósito también y por la misma razón noté que alguien andaba por mi habitación. Me desperecé todo lo que pude y, efectivamente, allí había una persona. Era Nono Castro o Nono Trasto, como nos gustaba a los valsequilleros llamarlo cariñosa y jodelonamente.
-¿Cómo anda Maestro Lelo? Me saludó con su enorme vozarrón y simpático gracejo de canarión exagerado.
-Aquí andamos Nonito, resistiendo el embate como buen hijo de vecino- le contesté sin más.
Aquella mañana, tarde o noche de aquellos treinta y pico días que pasé en el Insular, no tuve nunca una conciencia muy clara del tiempo que vivía ni del espacio que ocupaba, más allá de aquella incómoda cama, que me tenía molido como un centeno. Pero como él mismo me aclaró más tarde, era la medianoche pasada y aprovechó que venía a recoger a su mujer, Carmiña la galleguiña, que trabajaba allí en el mismo hospital y en la misma planta, para visitarme y echar una parrafiada larga y tendida conmigo. Lo de larga no lo recuerdo mucho, pero sí que fue bastante tendida, ya que apenas podía moverme del jergón de la enorme debilidad que tenía.

Hacía algún tiempo que no nos veíamos, quizás desde que terminé la carpintería de su casa en Vecindario. Incluso, como con todos los carpinteros se empieza bien y luego se sale mal parado, llegué a pensar que hubiera metido la gamba, que algo no cuadró del todo y estaría arrecogido o amulao, para entendernos mejor. ¡Qué sé yo!, un larguero de puerta o ventana que se torció o empenó, una traviesa, tablero o cuarterón agrietado, una falleba o cerradura atascada…
Y ya no hablemos del dinero, que me dijiste tanto y me querías cobrar cuánto. En fin, quienes hayan tenido tratos con el gremio saben de qué les hablo y de los zarandajos que somos. Pero no, me equivocaba y ahora el amigo estaba delante de mí, vital y sonriente y con un libro de Alberti bajo el brazo, aunque por su dimensión y el número de páginas del mismo, bien podríamos decir que lo llevaba sobre los hombros, sarcasmos aparte.
Mientras yo, en aquellas cuatro paredes hecho polvo pero bastante agradecido y tratando por todos los medios regresar a casa, a la normalidad, pero sobre todo al mundo de los vivos.
Nono tenía por costumbre, desde hacía algunos años, perderse todos los 24 de octubre del Farwest, oséase, de Vecindario. Para quien ande despistado con esto del Santoral, les diré que dicho 24 es la festividad del Arcángel San Rafael. Por lo tanto, ni él trabajaba ni su niño Uxío tampoco tenía clases, por lo que ese día, y retorno al hilo, ambos se echaban al monte y se venían para Tenteniguada, a mi casa.
Aquí tomábamos café, sacaba fotos a todo lo que se moviera, ese era su trabajo y gran pasión, nos metíamos en la carpintería para que le hiciera algún capricho o mariconada (palabras textuales de él) de madera, o simplemente conversar hasta el agotamiento con bostezo incluido. Por cierto, aquí y sin ánimos de echarnos flores salvo las justitas, diré que último capricho de madera fue una caja fotográfica de un modelo antiquísimo que vio y copió de no sé qué lugar de Galicia, o del quinto pino. Me llevó bastante trabajo pero disfruté de lo lindo mientras lo hacía, hasta tal punto que decidí no cobrarle nada. Vale, exagero, él nunca se quedaba con el trabajo de nadie.
El último 24 que estuvo por aquí venía yo del Insular y mientras esperaba la guagua para Tenteniguada en Telde, paró una furgonetilla a mi altura (en aquel momento en mente ni el color ni modelo de su coche), al tiempo que alguien me hacía señas desde el interior para que me acercara y subiera. Era Maestro Nono.
-Precisamente voy para tu pueblo Lelito -me dijo apenas me senté y ajusté el cinturón de seguridad.
-Nunca tan oportuno Nonito -le contesté previo resuello y saludos a él y algunas carantoñas a Uxío.
Y como siempre, el mismo ritual, que si café, que si fotos, que si carpintería, algunas verduritas, que no solo de ideas vive el hombre, y mucho palique. En definitiva, matando y dejando pasar el tiempo y riéndonos mucho de nosotros mismos y de nuestras meteduras de patas de juventud y soltería compartidas, bastante casquivana y díscola, sea dicho de paso. Recuerdo que en un momento determinado me largó:
-Lelito, ¿le digo una cosa?
-Dígamela Nonito, dígamela, soy todo oídos.
-Lo bailado, bailado está.
-Así es Nonito, y se lo creo porque me lo dice usted. Que ya se sabe que le tengo mucho respeto y consideración.
Y con estas retrancas o parecidas boberías Panchoguerrianas, finalizábamos nuestras ociosas peroratas y pasábamos un par de horas sin apenas darnos cuenta, hasta que concluía su tiempo de visita que, invariablemente, siempre era el mismo, a las dos de la tarde y por más que yo insistía para que se quedara a almorzar, para que no se fuera con las tripas vacías…. no había manera. Ni por Dios ni por su santo aceptaba.
-Ustedes se lo pierden mis hijos –les decía yo sin mucho convencimiento y cierta magua, en tanto nos despedíamos.
Pasó algún tiempo más, tal vez meses, y un día que me acerqué al pueblo, alguien me dijo que el amigo estaba ingresado, que no sabían aún lo que tenía; que le estaban haciendo pruebas y, lógicamente, había que esperar los resultados.
Cuando te dicen que alguien está en manos de médicos y que le están haciendo pruebas no sé que extraño mecanismo se activa en nuestro cerebro que automáticamente nos soliviantamos e inquietamos y a renglón seguido nos da por pensar que algo no cuadra, que algo va a salir mal y este sentimiento tenía y me embargaba aquellos días aciagos y amargos. Por lo que decidí llamar a su mujer, que me situó y me puso al corriente.
-Aunque no tienen un diagnóstico definitivo, la cosa no pinta bien –me dijo.
-Mira Carmen, me han dicho sus hermanos y algunos amigos comunes, que Nono no quiere visitas, pero sabiendo cómo somos nosotros para enredar y tergiversar las cosas y como quiera que tengo confianza contigo, quiero que seas tú quien me aclare la situación. En cualquier caso me gustaría, si es posible, ir a visitarlo. Primero porque es mi amigo y hemos compartido muchos momentos buenos y malos y eso siempre queda y, segundo, porque se lo debo y en la medida que pueda animarle, ayudarle y, sobre todo, acompañarle en este mal trago, ¿Por qué no?, que ya sabemos lo tristes y tediosas que son las horas y los días en los hospitales, clínicas y derivados. Además, sabes que soy pensionista y si algo me sobra ahora mismo es tiempo, por lo que no me importa quedarme con él de mañana, tarde o noche. Pero si no se puede, no se puede, ¡qué se le va a hacer! –creo que fueron estas aproximadamente, si no mis palabras exactas, si, al menos, su espíritu.
-Mira –me contestó- yo sé que ustedes son amigos y tal, pero se ha emperretado en llevar este mal trago solo y con total discreción, por lo que no quiere visitas de nadie. De cualquier manera hablaré con él y según me diga, te digo. Descuida que te llamaré –y así quedó la cosa.
La verdad que andaba desconcertado y algo dolorido. Ya sabemos cómo somos los humanos. Nos pasamos media vida jodiéndonos y atormentándonos unos a otros, pero ante la enfermedad, la desgracia, y no hablemos ya de la muerte, tendemos a cerrar filas. No sé si por esa necesidad de perdón o resarcimiento que tenemos o porque sencillamente somos así, sin remedio o arreglo posible. Sea como fuere no entendía del todo que el amigo que fue a medianoche a visitarme al hospital, tan pronto me trasladaron a planta, quisiera ahora apechugar en completa soledad con su dolor, con su cruz y su calvario. Sencillamente, no me cabía en la cabeza. Así andaba dándole vueltas a la tuerca cuando una tarde, a eso de las cuatro y media, sonó el teléfono. Era Carmen.
-Me dijo Nono que puedes venir a verle cuando quieras, pero a ser posible por la tarde, que es cuando más se aburre, y, por favor (insistió bastante en esto) que fuera solo.

-Así lo haré, no te preocupes. Tal vez vaya mañana mismo –le completé.
Y así fue, al siguiente día estaba en el Hospital acompañando al amigo en su mal trance, intuyendo que se nos marchaba antes de lo previsto y deseado, pero que no obstante y como siempre ocurre, albergábamos la esperanza de que la Naturaleza se equivocara y pospusiera el desenlace lo más tarde posible, que no fuera tan de inmediato. Y una vez más nos equivocábamos. La vida tiene sus propios planes para cada uno de nosotros y casi nunca coincide con los nuestros.
Concluir que aquella tarde, nuestra última tarde, hablamos sin juicio de lo habido y por haber, como se suele decir, de lo divino y lo humano y recuerdo (¡cómo para olvidarlo!) que en un momento determinado me soltó que era consciente de que la cosa pintaba mal, pero que de todas maneras no le temía a la muerte. No sé si me lo decía porque siempre fue un poco snob, y por tanto místico, o para animarme porque a lo mejor se dio cuenta que yo andaba de capa caída, embajonao. No lo sé. Sea como sea le contesté que no estaba muy seguro si era miedo o respeto lo que yo sentía por este desagradable asunto, pero en cualquier caso, no me apetecía nada emprender este largo viaje a ninguna parte, hacia lo desconocido al menos para mí, pero como parece que es inevitable, cuánto más tarde mejor. Le atajé y por aquí cortamos el rollo pseudo-teológico-existencial o como se llame eso, al que tanto él como yo éramos poco dados.
La tarde declinaba, tocaba a su fin y el personal de comedor se movilizaba metiendo bulla con los cacharros de la comida. Era la hora de la cena y yo tenía que emprender el camino de regreso a Tenteniguada, pero antes de despedirme le reiteré lo que a su mujer.
-Tengo todo el tiempo del mundo. Si se te apetece echar otras tardes como este no tienes más que tirar del teléfono y aquí estoy. Utilízame todo lo que puedas.
Por los motivos que fuera no lo hizo y lo entendí, porque a fin de cuentas cada quién gestiona su orgullo, su amor propio a dignidad como Dios o la Naturaleza le da a entender y a uno lo queda otra que respetar la decisión y voluntad de los demás aunque no nos guste, máxime en algo tan transcendental y delicado como la vida, la enfermedad y la muerte.
Varios días más tarde apareció mi hermano Paco por mis predios. Venía marchito y mohíno, como planta que le faltara riego, nada frecuente en él, por cierto.
-Como no tienes móvil y de cien descuelga el teléfono una vez, vengo a traerte una mala noticia.
-Nono, ¿verdad? –le interrumpí sin apenas dejarle terminar la frase.
-Sí, ha muerto –me contestó.
Dije lo que siempre pienso y digo en estos casos.
-Me cago en la puta leche que parió a todo esto, llámese mundo, tierra, vida o mierda.
Tenteniguada, enero 2021