BENITO MARTEL SANTANA, EL ÚLTIMO MOLINERO

EL CARTUCHO DE GOFIO ERA A CINCO PESETAS
La actividad de los molinos de agua de Valsequillo cesó hace dos décadas, pero el recuerdo del aroma a gofio y las historias en torno a los molinos perviven en las calles del municipio.
Con la memoria borrosa por el peso de sus 86 años, pero las ideas muy claras, Benito Martel, el último molinero de Valsequillo de Gran Canaria, recuerda con añoranza que «los tiempos de antes eran más bonitos». Paladea como si percibiera adentrarse en sus entrañas el aroma a nostalgia y al millo tostado que molió para los vecinos durante las más de cinco décadas que permaneció al frente del molino de Los Granados o de Los Mocanes; y reconoce que le queda la pena de que ninguno de sus cuatro hijos haya continuado con el oficio que a su vez él heredó de su padre. «Éramos doce hermanos, pero yo era el único que trasteaba desde pequeño con el molino», asegura Benito con la mirada perdida en la infancia. Quien, tras emigrar a Venezuela, volvió a su pueblo natal para enamorar a Andrea Peña, una joven valsequillera a la que enviaba cartas desde el otro lado del océano, sin mucho éxito al principio, y que terminó convirtiéndose en su esposa.

Benito abandonó su trabajo en el molino hará unos veinte años. La cronista oficial de Valsequillo, asegura que la de Los Granados es la segunda infraestructura de este tipo más antigua del municipio, datada en el año 1800. Pero en el pueblo había otros tres molinos de agua, pues entonces el gofio se había convertido en un pilar importante de la economía local desde 1758. En esta fecha se construyó el molino de El Colmenar, que este año celebra su 260 aniversario y que, en 1824, fue propiedad de Sebastián de San Juan Evangelista Pérez Macías, padre del ilustre y universal escritor Benito Pérez Galdós. Aunque nunca lo llegó a explotar como molinero. Según relata la cronista, los otros dos molinos con los que cuenta Valsequillo son el de El Laderón o de cho Vizcaíno, de 1873, y el de Las Casillas o de Los Médicos, construido en 1867. En este sentido, «el patrimonio histórico de Valsequillo es muy rico, pero los cuatro molinos han cesado su actividad y actualmente están abandonados o reconvertidos en viviendas».

Y el único testigo que pervive de aquella época dorada del gofio y de los molinos de agua de Valsequillo es, precisamente, Benito Martel. Con los años, Benito se quedó al frente de la pequeña industria familiar y molía diariamente entre 200 y 300 kilos de millo, trigo y cebada. «Vendía el cartucho de gofio a cinco pesetas», relata el molinero, «pero también existía otro método de pago que era la maquila».
La maquila
Una medida para saldar cuentas prácticamente unificada o con pocas variantes en toda Gran Canaria, que consistía en abonar la molienda con parte del producto resultante. Es decir, los usuarios entregaban al molinero el equivalente a medio almud por fanegada. «El almud era un recipiente cuadrado hecho de madera, con fracciones que indicaban la capacidad», matiza la cronista, «por lo que la medida en peso del almud canario colmado equivalía a unos cinco kilos, resultando que la fanegada de 12 almudes suponía unos 60 kilos».
El proceso de producción del gofio era completamente artesanal. «El meneador para mover el grano a la hora de tostarlo, lo fabricábamos con un tronco de verol y lo poníamos en un pírgano o en un hierro, lo que tuviéramos a mano», rememora Benito a la vez que repite con las manos el movimiento para lograr el punto exacto de tueste. Además, «el fuego lo alimentábamos con cáscaras de almendra para ahorrar costes y que el proceso fuera más ecológico», explica el molinero. Quien no dejó nunca que tocaran su molino porque nadie lo conocía mejor que él. «Además de molinero, él era el mecánico; cogía un alambre o un tornillo y siempre conseguía arreglarlo», recuerda Andrea Peña con esa mirada de complicidad que perpetua tantos años de matrimonio. Con un humor socarrón y entre risas, Benito asegura que «Andrea era una gandula, no me ayudaba nada en el molino», pero después reconoce que tras hacerse cargo de las innumerables tareas del hogar, bajaba a ayudarlo en lo que pudiera. «Me encargaba de los niños y de los mayores de la familia y, cuando terminaba, iba a vigilar el tueste o las cantidades de grano que quedaban en la tolva, aunque básicamente iba a llenarme de polvo», evoca Andrea con una sonrisa en la cara.

El gofio jugó un importante papel en la alimentación y subsistencia de los isleños en las épocas de hambruna, por lo que la figura del molinero cobró también especial relevancia en esos años. A Benito lo describen en el pueblo como «un hombre muy bien dado», porque, como él mismo relata, «a todos los chiquillos que llegaban al molino les daba un cartucho de gofio para que se lo comieran y así se remediaban en más de una casa». Y es que el molinero destaca que antes en Valsequillo se vivía como una gran familia y añora la época en la que unos vecinos ayudaban a otros. «Si alguien se quedaba sin gofio, pedía una escudilla en la puerta de al lado y cuando pudieran moler grano la devolvían», explica Martel. Además, las lluvias eran mucho más intensas y frecuentes que en la actualidad y «el barranco bajaba cargado de agua de banda a banda», y muchas familias vivían de los cultivos en el mismo cauce, desde ñames hasta fruta.
Al final de cada verano, con el grano ya seco, en los años 40 los vecinos organizaban fiestas en las casas para amenizar la monótona tarea de ‘descamisar’ el millo o, lo que es lo mismo, despellejar la cobertura de la piña del millo. Unos festejos que, además, se presentaban como una excelente oportunidad para socializar y punto de encuentro entre los jóvenes, ajenos a las redes sociales y aplicaciones móviles que surgirían muchas décadas después. Según recuerdan Benito y Andrea, se formaba más de una pareja en el pueblo durante las ‘descamisadas’. Incluso el propio Benito conquistó a alguna chica en esos eventos antes de enamorarse de Andrea, quien todavía hoy le reprocha esas pasiones estivales. «¿Alguna? ¡Yo diría que demasiadas!», recalca la mujer, brazo sobre brazo y clavándose el dedo índice en el mentón, mientras niega con la cabeza como si también estuviera paladeando los aromas de aquel millo al solajero.
Intentando cambiar de tercio y como no podía ser de otra manera, el último molinero de Valsequillo se declara un amante del gofio. «No me gustaba comer una sola escudilla de leche y gofio, una sola era poco. Si me dejaban me comía un balde entero», asegura. También transmitió esta pasión a sus hijos, a quienes cada mañana, antes de ir al colegio, llevaba al molino para desayunar gofio con leche de cabra recién ordeñada. «¡De la teta a la escudilla!», puntualiza con ímpetu. Después distribuía la producción de Los Granados a las diferentes tiendas de Valsequillo y a los hospitales de San Miguel, El Sabinal y el Militar, en Las Palmas de Gran Canaria. Hasta que las normativas sanitarias modernas le obligaron a cambiar el tradicional cartucho de papel por bolsas de plástico. Y como todo el proceso era artesanal, el envasado no podía ser menos y la familia decidió serigrafiar manualmente cada una de las bolsas con una plancha en el propio molino. De esta manera, ponían el sello con el nombre comercial del producto ‘Gofio Los Granados’.
Este molino y su molinero siguen siendo recordados por los jóvenes del pueblo, ya que, mientras permaneció en funcionamiento, era visita obligada en las excursiones culturales de los escolares. Todos los colegios del municipio visitaban cada año las instalaciones para conocer de la mano y voz de Benito el proceso productivo del gofio. Además, el molinero los deleitaba con un sencillo pero efectivo truco de magia: «cogía un huevo del corral de las gallinas y lo metía entre el millo recién tostado, minutos después se convertía en un huevo duro», desvela Benito Martel. Pero no solo los jóvenes del municipio tienen bonitas historias en torno al molino de Los Granados, las mujeres mayores de Valsequillo, noviazgos aparte, también guardan un grato recuerdo de Benito, pues fue él quien enseñó a muchas a conducir, en una época en la que todavía no era muy habitual ver a las mujeres al volante.
ISABEL DURÁN/LA PROVINCIA (3-10-2018)
Dado que habitualmente la historia se olvida con el paso del tiempo, es importante rescatar para la memoria las vivencias de personas del pueblo que en algún momento han tenido cierto carisma social por su profesión o labor. Es por ello que desde este medio vaya nuestro homenaje al último molinero que hubo en Valsequillo, del cual el periódico la Provincia hizo una semblanza en 2018. Tres años después y con la pandemia por medio, debido a esta Benito ha sufrido problemas de salud y ha perdido a su compañera de viaje, Andreita, vaya nuestro reconocimiento para los dos.